lunes, 11 de octubre de 2010

En compañía de la soledad

Por: Juan David Patrón Díaz



Llmer lleva un año trabajando en un sitio donde la soledad es su única aliada.
La  noche me da la bienvenida mientras camino por La Tertulia antes de llegar a mi destino: una esquina de la cuadra siguiente, sobre la carrera Primera, en dirección como si fuera hacia La Portada. Llevo una hora de retraso, pues mi intención era llegar a las seis para verme con Élmer, pero calculé mal al caprichoso tiempo y me demoré saliendo. Sé que él no se moverá de ahí, debido a que desde hace un año vigila tres locales todos los días a  partir de las 6:00 p.m. hasta las 8:00 a.m. en aquella esquina del oeste caleño.


Faltando media cuadra para verme con él, una moto se para a mi lado y el que la conduce me pide que me acerque mientras me pita. Yo, temiendo un robo más de  los cuales se cometen a diario en la ciudad, no le hago caso y sigo mi camino. Otra vez suena el pito y el miedo se apodera de mi cuerpo causando que las manos me tiemblen. Veo a Élmer y llego hasta él para rápidamente contarle todo, todavía viendo al motociclista que aún no se va y quien mira insistente hacia donde estoy. Se queda así por cerca de dos minutos eternos y tenebrosos para mí, pues tengo susto de que venga. Por fin decide marcharse.

“Ya, tranquilo”, me dice Élmer al mismo tiempo que  posa una de sus manos anchas y grandes sobre mi huesudo hombro derecho. “Vea que no le pasó nada”. Su voz y la sonrisa que siempre tiene a la hora de hablar me tranquilizan poco a poco.

Al preguntarle que si le ha pasado algún “cacharro” en el tiempo que lleva trabajando ahí me responde que “gracias a Dios no”; que los compañeros sí le han contado cosas, además de ver policías persiguiendo ladronzuelos menores de edad que agarran y a las pocas horas sueltan, permitiéndoles que vuelvan a transitar el lugar como si nada. Afirma que esta zona no es tan segura como la gente cree, pero que de todas maneras no le ha tocado protagonizar alguna escena  en la cual su integridad física se vea amenazada.

“Yo siempre me he encomendado a Dios, y gracias a él no me ha pasado nada y espero que no me pase”, vuelve a decir  el hombre de gorra azul oscuro con el logo de Adidas al frente. Lleva puesta una camisa de rayas amarillas, rojas y blancas; su pantalón es verde  y trae calzadas unas botas negras de policía. En su mano izquierda  tiene puesto un reloj de oro, o al menos eso me parece; y al mismo lado, a la altura de las caderas, le cuelga un bolillo café el cual nunca ha utilizado para agredir a alguien.

Comenta que a pesar de que la patrona no le suministró un arma de fuego, siempre lleva su pistola que guarda en el maletín. Además, detrás de una palmera mantiene un machete “por si algo”.

Sentado sobre una silla roja, en donde ha puesto un  cojín morado con flores amarillas, ve pasar todas las noches los carros  que vienen y van, como también a la gente que transita  caminando, a quien saluda con emoción y agrado. “Después de la una de la madrugada es que me toca vivir con la soledad”, sentencia mientras muestra sus salidos dientes superiores debido a la sonrisa que su rostro se niega a dejar de proyectar.

Han pasado ya dos horas desde mi susto con la motocicleta y Élmer  habla con su esposa por celular. A pesar de que son las nueve de la noche y todavía falta un buen tiempo para la una, siento esa soledad de la cual me había comentado antes. El hecho de que no pase nadie caminando a quien pueda saludar, o al menos distraerme viéndola, me hace pensar en cómo sería tener que soportar  toda una madrugada así: hora tras hora, una detrás de la otra, con la única variante de escuchar en algún fin de semana música producto de una fiesta cercana.

Y es que ese sector se caracteriza por su tranquilidad y poco movimiento por la noche, razón por la cual me dice Élmer que se le hace más largo el turno.

“Si usted no estuviera aquí estaría normal, sentado como siempre y viendo la vía”. No tiene radio y  muy pocas veces llama a su esposa debido a la falta de saldo en el celular.

Me sorprendo al ver la hora y darme cuenta de que apenas faltan 15 minutos para las 10:00 p.m.: “Al principio me pasaba así, creía que era una hora pero cuando veía el reloj me daba cuenta de que era más temprano”; dice y  empiezo a dudar de mi iluso objetivo de estar acompañándolo hasta las 2:00 a.m.

Él se da cuenta de que tengo sueño y me ofrece tinto frío. Lo lleva en un termo azul y nunca lo calienta porque no le gusta hacerlo. Yo no pongo problema y me tomo tres bocanadas. Los bostezos siguen y un fuerte viento eriza los vellos de mis brazos.

Sé  que al igual que él hay una incontable cantidad de seres humanos que se exponen a los caprichos del clima y a los peligros de la calle, además de enfrentarse a una soledad deprimente. Unos con más suerte que otros, pues hay quienes tienen a su disposición radios, televisores o pequeñas casetas en las cuales se refugian. Ese no es el caso de Élmer, quien mantiene ahí en su silla, a la deriva, a veces tomando Red Bull para no dormirse y esperar a que el sol haga su aparición y le indique que falta poco para que pueda ver a su esposa y reposar un rato.

Sin embargo, sea como sea, con o sin caseta, la vigilancia es un trabajo de resistencia pura que no cualquiera soporta. No es una labor fácil el tener que estar a diario, a cierta hora determinada de la noche, sin los seres que uno quiere, mientras muchos se encuentran durmiendo o compartiendo con sus familias o amigos.

Tomo conciencia de que sin importar su situación, ese hombre de más o menos un metro con setenta centímetros de estatura, de piel oscura, nariz  en forma de gancho, cachetón y barrigón vive feliz con lo que hace, porque gracias a eso tiene una casa a 15 minutos caminando de La Portada  en donde vive y come junto a su esposa. Me sirve de ejemplo para ser un poco más agradecido con lo que poseo y a no quejarme tanto por banalidades.

Me despido de él a eso de las 11:00 p.m. bajo una luna brillante que lo vigila siempre, y me voy valorando mucho más su función y admirando su personalidad ejemplar. Siento tristeza al ver que nuevamente le tocará abrirle campo a la soledad para esperar a que llegue el momento de su partida a casa; pero me dice que no me preocupe y que me vaya tranquilo. Y lo hace así, tan fresco y sereno, con esa sonrisa que en ningún momento desaparece de su cara.


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  1. Diana Isabel P. dijo... 11 de octubre de 2010, 15:54

    Que bueno que se hagan este tipo de reflexiones sobre personas que desempeñan este tipo de trabajos que son poco valorados.

    Que bello y que triste a la vez este relato sobre Elber.

  2. Diana Isabel P. dijo... 11 de octubre de 2010, 15:56

    Elmer...

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