jueves, 14 de octubre de 2010

NAÚFRAGO EN EL PARQUE PRINCIPAL DE JAMUNDÍ

Por: Luis Eduardo Bustamante

Asignatura: Literatura y Narrativa

I: LA RECONSTRUCCIÓN DEL NAUFRAGIO

Y el joven muchacho viendo que ya no alcanzaba a sacar su contraseña en la pequeña Registraduría del municipio de Jamundí, se dedicó a disfrutar del caluroso medio día sentado en una banqueta bajo la sombra de uno de los frondosos árboles de su Parque Principal. Eran ya las 12:15 del día. Y como toda entidad, empresa privada o corporación pública que se respete en el país del Sagrado Corazón de Jesús, la pequeña y rosada casa de dos pisos que sirve de Registraduría en el pueblo estaba desierta porque todos los funcionarios están en la hora del almuerzo.

Lucía  este joven un impecable jean color azul hielo, una camisa manga larga de un azul un poco más profundo, como el azul del mar, lustrados zapatos negros de material y una bonita cabellera peinada hacia atrás con gel a la usanza de los más refinados dandys de Nueva York.  



Era la primera vez que estaba en Jamundí. Un amigo de la universidad le había recomendado que fuera a ese pueblo para sacar su contraseña, puesto que si la sacaba en Cali se le iba a demorar mucho más la llegada de la cédula. En cambio, en municipios pequeños  como Jamundí, la cédula no demoraría arriba de dos o tres meses en llegar.

Así, el joven, quien tenía recién cumplida la mayoría de edad, se limpió con un blanco y perfumado pañuelo las gotas de sudor que surcaban su rostro y consagró su mirada a disfrutar del fragor de este pintoresco parque de pueblo, mientras eran las dos tarde.

Vio con ingenua curiosidad la copiosa cantidad de ancianos que se sentaban en las banquetas para hablar entre ellos, o estarse en silencio leyendo el periódico en la tibieza de la atmósfera del parque.

Vio a las iguanas que se subían y se bajaban de los frondosos árboles. La mazamorra bien fría con panela que los vendedores ofrecían en carritos con ruedas como si fueran helados. Los lustrabotas sin zapatos para lustrar. Los escribientes abanicándose en el fresco de la sombra porque a esa hora no había quién quisiera que les escribiera algo.

Y con todo esto tuvo mucho tiempo para imaginar y para preguntarse cómo sería la calidad de las personas de este municipio. Si sería verdad eso de que dicen que la gente más sencilla, la más cálida, es la gente que vive en los pueblos.

II: EL ENCUENTRO CON LA FUNCIONARIA INCLEMENTE

—No, joven, las contraseñas sólo se sacan en las horas de la mañana— dijo la señora que atendía.

—Uy, ¡Cómo así! —todas las personas que estaban en la pequeña y calurosa sala voltearon extrañados a mirar al joven que estaba hablando desde el umbral de la Registraduría— Vea, es que vengo de Cali y yo llegué a las doce, sólo que ya estaba cerrado, y por eso esperé hasta las dos para venir acá…

—El trámite de contraseñas es en horas de la mañana, joven— interrumpió la funcionaria mirando fuertemente la figura preocupada del joven suplicante.

—Ay, vea…

—En la mañana se hace eso.—dijo la señora, clavando ahora su mirada en los documentos y papeles de las personas que esperaban también a que fueran atendidos por ella en esa sala— Venga temprano la próxima vez.

—¿No podría hacer una excepción sólo por esta vez?, sólo estoy yo. Y si no saco la contraseña hoy, no la saco nunca.

La señora, de elegante vestido rosado, cuarentona, voz chillona, gafas, cabello dorado, caderona, andar perezoso y de secas maneras burocráticas, se levantó de su acojinado asiento y fue al cuarto contiguo. Hizo una corta llamada por teléfono. Volvió. Le dijo al joven que subiera al segundo piso. Él subió presuroso. De allá lo devolvieron al primero. “acá no es eso”, le dijo una muchacha más joven pero igual de inclemente. El joven le suplicó de nuevo a la señora de vestido rosado para que hiciera una pequeña excepción con este infortunado foráneo.

—Ay, no. Véngase mañana bien temprano y va a ver que se desocupa rapidito del trámite. Porque en la tarde no se saca contraseña— dijo con acritud la señora del vestido rosado, y siguió atendiendo desdeñosamente a las demás personas.

El joven, derrotado, se fue sin despedirse. Mientras iba camino al parque para sentarse a pensar qué iba a hacer, se sacó la camisa que tenía metida dentro del pantalón  y se despeinó, decepcionado por la inclemencia de aquella antipática mujer jamundeña con este joven foráneo caleño que sólo quería reclamar su contraseña.

Y así se quedó el joven, viendo aburrido las fotografías tipo documento en donde se veía a él mismo con un traje artificial puesto en Photoshop. Estaba en un grave dilema: por un lado, era irse para Cali con la poquita plata que tenía en el bolsillo para no volver en un largo tiempo a sacar su contraseña, o quedarse a dormir en la calle hasta el otro día para ir a la Registraduría bien temprano  y sacar de una vez ese maldito documento.  

El jovencito, presa de la desesperación y de un arranque de adrenalina y rebeldía juvenil, decidió firmemente pasar la noche a la intemperie en el parque.

III: EL SORPRESIVO ENCUENTRO CON LA SOLIDARIA MUJER.

Una humilde y frágil señora vendedora de minutos está sentada en los bajos y largos muros de cemento del parque principal de Jamundí. Tiene dos muletas recostadas a su lado, abundante cabello canoso recogido con una moña infantil, ropas sencillas y algo desgastadas y una butaca plástica de Rimax remendada con cinta en una pata donde pone tres celulares para los distintos operadores.

El joven, triste, hambriento y resignado a pasar el resto del día y la noche entera en el parque, la mira y le pide un minuto a celular para llamar a un amigo. Marca y llama a un número que nunca le responde. Le timbra más de cuarenta veces y la señora no se inmuta al ver al desesperado joven llamar tan persistentemente a alguien que no le contesta. Por el contrario, se pregunta si el teléfono de ella estará malo y lo destapa para verificar la Sim-Card.

La humilde señora se compadece del frenético joven y le pregunta qué le sucede, por qué está tan triste y descompuesto. Ella, con sencillez, con un tono dulce y amigable de voz, con gentileza, con esa generosidad de la que ya no se ve hoy en día por culpa de la delincuencia y la vertiginosa decadencia en la que nos ha sumido el consumismo, le acompaña y le escucha atentamente.

Ella para entretenerlo le cuenta la historia del parque, la de las constantes procesiones fúnebres que desfilaba en ese momento por la calle, la de las campanadas de la iglesia y le cuenta también su historia, la de ella, la de la madre abnegada que vela con su trabajo informal de vender minutos  por el sustento de su hija, su nieto y su anciana y enferma madre, quienes viven todas dentro de una casa cercana al parque que ella misma de joven ayudó a construir.

—Minutos por favor— dice un señor.

—A qué— responde sonriente la señora.

—A Movistar.

La señora le pasa el celular al cliente y sigue conversando con el joven. Le cuenta que se gana máximo en un día $5.000 pesos. Y eso que trabajando todo el día. Y por eso debe trabajar todos los días de la semana desde las 8:00 de la mañana hasta las 9:00 de la noche. La señora consuela al joven, le cuenta que tiene artrosis en el pie y por eso debe usar muletas para caminar y que muy pronto tendrá que irse porque hubo muy poca clientela ese día.

El joven de Cali le colabora llevándole la silla plástica a un local cercano donde se la cuidan.

—Si usted no hubiera estado, me costaría mucho llevar esta silla. ¡Me duelen mucho las piernas!— dice la señora y le da las gracias. El joven se sonríe atónito y le dice que no se explica como puede ser tan generosa en tan precarias condiciones.  La señora sólo le responde con otra sonrisa.

La señora le aconseja al joven que si se va a quedar en verdad a la intemperie, se vaya para el hospital de Jamundí. Que allá es el lugar más seguro para pasar la noche en la calle. Le santigua la frente y lo encomienda a la Virgen María.

—Voy a orar mucho por usted cuando llegue a mi casa. Le voy a pedir mucho a Dios porque le vaya bien con esa sacada de la cédula— dice la señora con pesadumbre, mientras despide al muchacho.

Y cuando vio partir a la señora, en medio de la noche y de las vistosas luces de las discotecas y su música bailable, el joven se fue del parque directo al hospital. Pero esta vez, un poco más reconfortado por haberse topado con la compañía de este ángel enviado por Dios.

IV: EL REGRESO.

Después de tanto tiempo, he regresado. Tengo mi cédula en la mano y la llevo con esa felicidad rabiosa del que ha triunfado con sacrificio supremo. Aprovecharé y buscaré, después de casi un año y medio, la generosísima y humilde señora que me dio abrigo cuando naufragué por una tarde y una noche en el parque de Jamundí. Vine a buscar a la señora que me dio un poco de alivio cuando padecí el frío y la soledad de la intemperie porque sentí que alguien estaba orando por mí.

El parque no ha cambiado nada. Sigue igualitico. El mismo fragor pueblerino. Los viejitos jubilados sentados en las bancas. Las iguanas que se suben y se bajan de los frondosos árboles como si fueran gatos callejeros. La iglesia, las procesiones fúnebres, los escribientes, los lustrabotas, en fin, todo igual.

Yo mientras tanto buscaba a la señora de la que ni el nombre me acordaba. Tenía ciertas dudas de si me acordaría de su cara, de su apacible semblante, de su dulce y amigable tono de voz. Quise comenzar por la misma esquina, en el mismo pedazo de murito donde aquella vez me le acerqué y entablamos amistad.

Sí. Ahí estaba. La vi en una esquinita. Estaba sentada bajo la sombra de una sombrilla rojiazul. Pasé por delante de ella y me dio pena.

—¿Minutos?— escuché que le dijo un señor bien vestido

—A qué— le respondió, y me confirmó por su tono de voz, gentil y cándido como de abuelita de cuento de hadas, que definitivamente era ella. Emocionado y vacilante me acerqué.

—Buenas… ¿Usted se acuerda de mí?— le dije.

—Me acuerdo de su cara, —me contestó haciendo esfuerzos faciales para desempolvar la memoria— pero no me acuerdo de dónde es su cara.

—Se acuerda de un joven que dijo venir de Cali, que vino para sacar la cédula acá en Jamundí, que le tocó quedarse a dormir en la calle…

—¡Ah Claro!, sí, venga siéntese— dijo alegre la señora.

Y me apartó una butaca plástica. Le mostré orgulloso mi cédula. Me felicitó y nos pusimos a hablar de lo que ha pasado en este largo tiempo: todo igual que siempre. Me dijo que su hija estaba viviendo en su casa, que su mamá estaba más viejita y adolorida y que siguen matando a mucho jovencito que anda en malos pasos en el pueblo de Jamundí.

—Yo sí oré mucho por usted esa noche, no se imagina cuánto, estaba muy preocupada, ¿al fin cómo le fue esa noche?, ¿sí se quedó durmiendo en la calle?

Y le terminé de contar todo lo que pasó desde que se fue. De repente, una señora más viejita acompañada de una niña pequeña se acercó.

—Q´hubo mi señora— saluda amable como siempre mi humilde amiga. La otra no le contesta.

—Acá ya le tenía listo su puesto— continuó la señora.

—Ajá. Bueno— se digna a contestar la otra.

Nos hicimos a un lado. Le pregunté con algo de rabia por qué se había movido de su lugar. “Es que ella es la dueña de esa esquina y a mí no me gusta formar pelea. Yo soy inteligente. A los enemigos, los trato como si fuera mis amigos” y se ríe dulcemente. A mí me rompió el corazón esa respuesta. Me conmovió ver tanta humildad y tanta abnegación en una mujer tan generosa y tan luchadora. Me dieron ganas de llorar.

Pero seguimos hablando. Aprovechamos  el tiempo conversando alegremente en medio de su trabajo y nos acordamos de esa señora de la Registraduría, la que por desdén no me quiso sacar la contraseña.

—Ya no le pare bolas a esa señora, quién sabe qué problemas tendría. —dijo mi nueva amiga mientras ordenaba sus celulares sobre la silla— Que nos sirva de consuelo saber que también hay gente solidaria en el pueblo. Por lo menos yo, siempre voy a seguir ayudando cuando pueda.

Nos despedimos y le agradecí sus oraciones. Le dije que fueron escuchadas. Que Dios me ayudó a que no me muriera de frío en esa noche. Le di un abrazo y me fui.

V: CORTO EPÍLOGO

El pasado día sábado, fecha en la que se celebró oficialmente el flamante día del Amor y de la Amistad, recibí una llamada. Dijo llamarse Isaura. Yo no sabía quién era, pero su tono cándido de voz de por sí se me hizo muy familiar por el celular.

—Soy Isaura, mijo, la señora de Jamundí que lo acompañó la vez que se quedó en la calle… Lo llamo para desearle un Feliz día de Amor y Amistad—, fue lo que me dijo por el celular.

Nos quedamos hablando dos minutos. Le deseé también un feliz día de Amor y Amistad. Al terminar, sentí un vacío en el estómago. Era alegría.  Me conmovió saber que doña Isaura me tiene presente en sus oraciones y en los días especiales. Y desde ahí, hemos entablado el inicio de una buena amistad. Amistad que unos pocos kilómetros de carretera que hay entre nuestros hogares no osarán separar jamás.

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