Por: Diana Marcela Triana Arias
Asignatura: Literatura y Narrativa Periodística
En medio del agudo sonido “tilín, tilín” del carro de los cholados y bajo el sol bipolar –por sus cambios constantes- que esa tarde estuvo presente en el parque de Jamundí, se escucha la voz tartamudeante de un señor que estaba sentado en la banca del frente de la iglesia.
-Las chicharras se acabaron - asegura subiendo su cabeza hacia las copas de los árboles que amurallan el parque.
El señor, llamado Jorge, tiene puesto un sombrero de cabalgar, una camiseta verde por dentro del pantalón café que le llega hasta más arriba de la cintura, donde era amarrado con una correa negra, de hebilla cuadrada y plateada. Sus pantalones son tan altos que dejan al descubierto sus largas medias azules oscuras, además sus botas Brahma embarradas no alcanzaban a tocar el suelo del parque y sus piernas colgaban desde la banca en la que se encontraba con un acompañante. Una banca en la que descansaba su pesado y oscuro cuerpo, eso sí, protegido con un periódico deteriorado que al parecer sirve de cojín y mientras su cola descansaba en la prensa, su bastón entre café y negro por el deterioro, se apoyaba sobre dicha banca.
Hasta ese momento, no había sonado nada más interesante para mis oídos que esa frase. No podía entender cómo las chicharras se habían acabado si hasta la noche anterior me interrumpieron el sueño. Y realmente era interesante, pues por más de 20 minutos solo había escuchando el mismo “tilín, tilín” y el eco de algunos que gritaban “Te recibí el corazón con toda el alma, no me arrepiento a pesar de tu traición…”, que no era más que la letra de la canción de una de las cantinas que al igual que los árboles, amurallan el parque.
Luego de varios minutos de haberse escuchado esa frase tan particular, el otro acompañante a quien su amigo le dice Pedro y que estaba a su izquierda, se levanta con sus imponentes pantalones blancos que hacen juego con su camiseta verde, sus zapatillas Nike y con su poncho blanco que reposa sobre su hombro izquierdo. Su cuerpo se pone firme delante de sus compañeros, eso sí, con la ayuda de un bastón que hasta el momento también había descansado sobre la banca y el viejo periódico.
Aquel hombre toma su poncho, lo desdobla, lo deja tal y como estaba y se lo coloca en su hombro izquierdo. Después, pasa su mano por su cabeza y con movimientos circulares ubica unos cuantos pelos blancos hacia el lado izquierdo; finalmente tose con el puño en la boca y dice:
-No, no, no…señor, las chicharras todavía existen y la mía no hace más que repetir y repetir que se larga del rancho.
Pedro y Jorque quedaron en un silencio absoluto y sus miradas se perdieron entre los carros de cholados y las copas de los árboles. En medio de ese silencio, me preguntaba a qué chicharra se referían y mientras tanto, observaba a aquellos que venden aretes en totumo, manillas y cuadros, a los que cargan sobre su cuello una cámara análoga, que ya está saliendo del mercado, y en especial a las personas que caminaban rápidamente de un lado a otro a través de los árboles.
En el parque, las personas en medio de su rapidez levantaban su mano y saludaban a cada uno de los que estaban allí descansado, conversando o trabajando. El sonido de la canciones de desamor seguía desde las cantinas y el “tilín, tilín” ya no estaba tan cerca a mis oídos, ahora provenía de la cera del frente donde hay una farmacia. Afortunadamente para mí, las campanitas estaban bien lejos.
Entre tanta gente y por el lado de la banca de Jorge y Pedro, pasa un hombre lentamente, que avanza su camino cada vez que coloca su bastón negro por delante de sus dos piernas, aquellas que están cubiertas por un pantalón de lino azul y botas Brahma igual o peor de embarradas que las de Jorge, las cuales no combinan mucho con una camiseta verde –color que al parecer era la moda entre aquellos amigos-. Sus ojos y parte de su nariz estaban cubiertos por unas gafas de gran tamaño que sirven simultáneamente para aumento y protección solar.
-Entonces Antonio, ¿cómo me le va?- le pregunta Jorge, levantando su mano derecha y moviéndola hacia atrás.
-Bien, esperando a ver qué pasa con esa chicharra- le responde Antonio con un fuerte suspiro y moviendo su cabeza de un lado a otro.
-Deje de estar pensando en esos cachos de la luna que su caso es más difícil que encontrar una chicharra solo en el parque… esa vieja no se merece nada…es una sinvergüenza- agrega Pedro tomando de nuevo su poncho y pasándoselo a su hombre derecho.
-Pues sí, tocará esperar a ver. Lo que sí es que se fue sola…pero ¡ah! pa’ saber uno si es verdad- responde Antonio de nuevo con un suspiro y sin más preámbulos continua su camino.
Al escuchar esto, me desilusioné porque conservaba la ilusión de que el fuerte y desesperante sonido de las chicharras había desaparecido para siempre, pensaba que dormiría tranquila y que ahora estos animales solo quedarían en las fotografías de los libros de biología. Pero sí que estaba equivocada, las chicharras a las que se refería Jorge y Pedro eran otras totalmente diferentes que al parecer les molestaban sus noches y días tanto como a mí.
Pedro continuaba de pie y apoyado sobre su bastón mira de un lado a otro buscando a alguien e incluso observa las copas de los árboles. Sin pronunciar palabra alguna, levanta su mano a todos los que pasan por su lado como en señal de saludo, toma su poncho, lo mira, lo desdobla y a diferencia de otras veces, no se lo coloca en su hombro, sino que lo apoya sobre el bastón, porque sus manos estaban llenas de sudor y aquel palo estaba mojado.
Luego de mirar de un lado a otro, coloca su puño izquierdo sobre su boca y empieza a toser seguidamente, su respiración se agita, sus bronquios se pueden escuchar. Al dejar de toser, voltea su rostro hacia el lado derecho, mira abajo, escupe fuertemente y respira profundo, como en señal de descanso. Mientras tanto, Jorge lo mira sin interrupciones y después de tanto silencio toca dos veces la banca con su mano izquierda, mueve su cabeza hacia adelante y le indica a su amigo que se siente.
-Se quiere ir del rancho, pues que se vaya o ¿no?- le dice Pedro a su amigo, luego de que se ha sentado.
- Pues sí déjela hombre o ¿por qué lo piensa tanto?- le pregunta Jorge, cruzando sus brazos.
-No, no es que lo piense… yo a esa vagabunda no la quiero ya. ¡Ah! Pero es que ella cree que por irse le voy a dar las cosas mías, vea tiene huevo- asegura Pedro mientras levanta su bastón y lo mueve de un lado a otro.
-¿y qué es lo que quiere?- pregunta Jorge.
-Ella quiere es que yo le dé las gallinas, el ganadito y que le pase también las frutas de la finquita…ves la sinvergüenza esa…que porque cuando ella me conoció nada más teníamos el terrenito- contesta Pedro.
-¿Y no es así?- le dice Jorge mirándolo fijamente.
-No no ves que…pues sí…pero ¿quién fue el que trabajó la tierra?…pues yo y ella como una reina, con los pelaos ahí en el rancho. Ésa nunca mató una gallina ni las crió y ahora quiere todo: no, no, no- contesta Pedro moviendo de nuevo su bastón.
Pedro mira de nuevo de un lado a otro, hacia sus espaldas e incluso a las copas de los árboles como si pudiera haber alguien escondido. Al no encontrar nada, se para apoyándose en su bastón, tose y continúa hablando.
-Ve y lo que ella no sabe es que yo sé que ella es pa’ darle todas mis cositas al mozo ese que tiene y se hace la victima diciendo que soy yo- agrega Pedro.
-¿y vos también no tienes tu novia pues?- le pregunta Jorge descruzando sus brazos y abriéndolos hacia su amigo.
-Pues sí, pero es diferente porque ella siempre ha sabido que yo he tenido mis muchachas y yo ni le he quitado lo de los pelaos pa’ darle a las muchachas, ni cuando estaban pequeños. En cambio ella, sí se la va a dar al mozo ése- contesta Pedro.
-¿y entonces qué vas a hacer?- pregunta de nuevo Jorge
-Pues nada hombre. No le voy a dar es nada. Si quiere irse del rancho por mis muchachas que se vaya pero pa’ ese mozo no le doy es nada- responde Pedro mientras mira su reloj.
Luego de ver la hora, toma su poncho, lo dobla y se lo coloca al lado izquierdo. Con su mano derecha sostiene su bastón y coloca su mano izquierda en su cabeza, mueve de nuevo sus pocos pelos hacia el lado izquierda y se da unos golpecitos para que el viento no le dañe su peinado. Con su bastón colocándolo delante de sus piernas, comienza a retirarse de la banca en la que había estado por más de una hora y se peina a medida que va caminando.
Ya ha pasado una hora desde que llegué al parque y escuché de la boca y la voz tartamudeante de Jorge, la palabra chicharra. Suenan las campanas, pero esta vez no es del carro de los cholados, son de la iglesia anunciando que la misa va a comenzar a las tres, ya que el carro de la funeraria acaba de llegar con el cuerpo de un niño –aparentemente digo que un niño, por el tamaño del ataúd-. Toda la atención de la gente del parque, de los artesanos, de los que estaban escuchando la misma canción en la cantina, de los fotógrafos y hasta de los jugadores de ajedrez se vuelca sobre el ataúd. Todas las miradas a excepción de la de Jorge que se detiene en mí y ciñendo las cejas me dice:
-¡Ah! Ya uno a esta edad para qué novias ¿cierto?, gastando el tiempo pensando en los cachos de la luna.
Su comentario no tenía respuesta de mi parte, alzando mis cejas y con una sonrisa le dí a entender que no sabía qué responderle o mejor dicho comentarle, porque creo que sus palabras fueron más un pensamiento en voz alta que una pregunta.
Ahora me parecía a Pedro, miraba de una lado a otro, movía mi cuello para buscar hasta detrás de los carros el lugar en el que ahora estaba el amigo de Jorge, quería saber a quién esperaba con tantas ansias el señor, me preguntaba si sería a la chicharra y por eso miraba los árboles o realmente, a quién estaba buscando.
Mis dudas parecían no tener solución. Mi cabeza y mis ojos se seguían moviendo por todos lados, pero nada. Fue solo hasta que escuché el “tilín, tilín” y no lo podía creer que de nuevo estaba ese carro cerca de la banca; al voltear a ver encontré que detrás de mí y del carro estaba Pedro, mirando su reloj y desdoblando su poncho.
-Te voy a pegar- dice de un momento a otro Pedro a una mujer que se acerca a su lado.
-Ve éste tan grosero…no me pega mi marido pa’ pegarme vos- le responde la mujer con un tono fuerte.
Ahora Pedro estaba acompañado de una mujer que se sentó en su misma banca. La altura de su falda de jean dejaba ver el color canela de sus piernas y el escote profundo de su blusa gris dejaba ver su sostén blanco. Pedro quien estaba concentrado en su reloj, se dio cuenta que ella había llegado al escuchar el chancleteo de la mujer de pelo corto, de pocas estatura y de ojos claros.
Luego de un silencio profundo y un vaivén de miradas entre ambos, Pedro le dice:
-Estás bonita.
-¿No? pues sí, después de que fuiste todo grosero- le responde la mujer volteando su cara para otro lado.
-¡Ah! Pues te vas a poner como la mujer mía- le dice Pedro tomándola del brazo y obligándola a que lo mire de nuevo.
-No, yo no me parezco a tu mujer…a mí ni me comparés…que a ésa la vieron con una maleta yéndose con el otro pa’ allá arriba pa’ la montaña- le asegura la mujer.
-Sí ¿y a vos no será que también te vieron viniéndote pa’ acá abajo pa’ el pueblo con el otro?- le dice Pedro levantando su bastón y moviéndolo hacia adelante.
-¿Y vos cómo sabés?- pregunta sorprendida la mujer
-Pues mija, porque yo no pienso en los cachos de la luna y es fácil encontrar las chicharras en todas partes- le responde Pedro con un tono dulce y acariciando su cara.
Ahora, Pedro con la mano en el rostro de la mujer y acariciándola suavemente la mira y sin decir nada la besa. Mientras tanto, Jorge se levanta de la banca con su bastón café-negro, mira de nuevo los árboles seguramente buscando las chicharras, mueve su mirada de un lado a otro y se detiene fijamente en el beso entre su amigo y la mujer, ciñe sus cejas, respira profundo y se desplaza hacia la iglesia lentamente con ayuda de su bastón. Ahora, Jorge va a la iglesia a esperar que su amigo Pedro se desocupe de las chicharras que para él no se han acabado, pero que para Jorge ya desaparecieron incluso hasta de la copa de los árboles.
jueves, 14 de octubre de 2010
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Añadir ComentarioExcelente articulo.
FELICITACIONES SINCERAS A DIANA MARCELA TRIANA...ESTE ESCRITO EN PARTICULAR, TIENE EL SABOR A LO AUTOCTONO QUE YA CREIAMOS PERDIDO.
QUE BUENO QUE LA PRENSA TAMBIEN SE DEDIQUE A RESENAR HISTORIAS, QUE PONGAN DE MANIFIESTO LA COTIDIANIDAD, COSTUMBRES, VOCABLOS Y VIVENCIAS DE NUESTROS PUEBLOS Y SUS MUNICIPES.
ENHORA BUENA!!
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